Con la oración tratamos de relacionarnos con Dios. Gran parte de nuestras vidas las dedicamos a prestar atención a las mil y una actividades cotidianas, algunas de las cuales son necesarias, otras no. Estamos ocupados ganándonos la vida, , planificando, atendiendo las necesidades domésticas, leyendo, viendo la televisión, Internet, escuchando música… Es posible que nuestra oración se pierda detrás de la rutina. Nuestros corazones pueden llenarse de múltiples relaciones, de abundantes posesiones, de calendarios que controlan nuestro tiempo. De repente (o no tan repentinamente) Dios puede ser empujado cada vez más lejos de nuestra conciencia. La oración se desvanece. Una de mis imágenes favoritas de oración proviene del poeta George Herbert (1593–1633), quien entendió la oración como “trueno invertido». Dios se comunica con nosotros de diversas maneras: truenos (y relámpagos), Escrituras, sacramentos, naturaleza, relaciones personales, la comunidad en general, eventos mundiales, nuestra Tradición, el magisterio de la Iglesia, nuestras intuiciones, nuestros sueños. Y respondemos a la iniciativa de Dios de múltiples maneras: alabanza por la gloria divina, acción de gracias por pequeños y grandes dones, intercesiones por las necesidades, perdón por nuestros pecados y los pecados del mundo. Llamada profunda, trueno a trueno, la oración es el diálogo misterioso entre el Creador y la criatura. Al orar tratamos de ver, oír, servir; se trata de permanecer en la presencia amorosa y misericordiosa de Dios. Pero ciertas condiciones son esenciales para una forma de vida que se vive con conciencia del misterio de Dios. En muchos sentidos, el Catecismo nos instruye en el arte del “trueno invertido al enfatizar la necesidad de pureza, humildad, amor y fe. Estas cuatro virtudes son disposiciones que nos permiten vivir en la presencia de Dios y nos empoderan para hacer la voluntad de Dios. Antes de observar la relación entre la oración y las virtudes de la pureza, la humildad, el amor y la fe, hacemos bien en reflexionar sobre una promesa que Dios nos hace a través del profeta Ezequiel. Es una promesa de un nuevo corazón, un nuevo espíritu. Nuestra capacidad de orar tiene sus raíces en un don que viene de Dios: “rociaré sobre ti agua limpia, y tú estarás limpio de todas tus inmundicias, y de todos tus ídolos te limpiaré. Te daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de ti; y quitaré de tu cuerpo el corazón de piedra y te daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:25–27). No confiamos en nuestra propia capacidad para orar como deberíamos. Más bien, tenemos confianza en que Dios será fiel a la palabra profética y transformará nuestras vidas por medio de un corazón nuevo. Que Dios te bendiga.