Cuando medito y dejo que los pensamientos pasen por mi mente como partículas de polvo arrastradas por el viento, el silencio se convierte en un invitado familiar y querido.
Hay tantas cosas que me transmite ese estado de quietud, que resulta difícil describirlas. Ante todo, el aparente «no hacer», quedar ajeno al tiempo; pero un día me di cuenta de que había algo más de lo que ya he hablado en otras ocasiones: el tomar conciencia de mi propia realidad, una vivencia que Jesús señala como el «Reino de Dios» en nosotros. No es fácil llegar a ese estado. Duele que nuestra conexión con la Creación se pueda desvanecer con tanta facilidad, por eso para muchas personas, incluso creyentes y «muy practicantes», el silencio es desgarrador.
Entiendo que estas situaciones tienen matices distintos en función de la ubicación geográfica de cada persona, que hay tradiciones religiosas como el hinduismo o el budismo donde se profundiza en estados mentales no tan fáciles de conseguir. Surge la buscada «iluminación», o el «despertar». Es igual. Distintas palabras para hablar de la mismo. Por esa razón, cambiar de tradición religiosa, pudiendo nutrir nuestro intelecto, no conlleva ninguna transformación esencial. Es cambiar unos dogmas por otros. Así de simple. Y claro, al cabo de un par de años los nuevos dogmas asumidos se convierten también en losas, incomprendidos muchas veces por las dificultades del idioma y por las diferencias culturales. Es difícil dejar atrás lo que teníamos. Se siente como una batalla entre aferrarse a los recuerdos y aceptar que estamos en caminos diferentes aunque tengan el mismo destino.
Así las cosas, debemos tener la esperanza de que en algún momento podamos reconstruir una conexión con nuestro interior y descubrir ese «Reino de Dios», como afirmo en otros comentarios. Evidentemente esto no se consigue con devociones y normas eclesiásticas sino con un asumir lo que somos capaces de llegar a conseguir teniendo las ideas claras. Y todo esto depende, claro está, de nuestra propia voluntad y la confianza que depositemos en Jesús de Nazaret. Todo lo demás no deja de ser ruido de fondo.
Seguimos caminando. Con amor y paz, buen día.
“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios” (san Lucas 11, 27-28).